viernes, 5 de noviembre de 2010

CUENTO “EL SEÑOR DE LOS CALDEROS”

No quiero recordar aquel día cuando la señora del tercer piso me llamó:”señor, venga acá”. El sol ya estaba inclinado hacia el ocaso y el sudor me chorreaba por los codos. El llamado fue como una bendición de DIOS: se me espantaron el hambre y la preocupación que tenía. Sólo esperanzado en la venta de uno de los cuatro calderos que reposaban sobre mi espalda, para poder comprarle cuatro cuadernos a mi hija.

Vi la escalera y Salí a buscarla. Subí los peldaños del primer piso e intenté descansar, pero el optimismo le ganó al cansancio en esta oportunidad. No había una sola alma. Era un edificio abandonado que me hizo evocar el castillo de Boca Chica en Cartagena de Indias. Las plantas parásitas, colgadas como barbas, en las paredes de lo que pudo ser un parqueadero interno, vi desde el marco donde en épocas remotas debió lucir una ventana colonial.

Al llegar al segundo piso, todo cambió: un niño de escasos cuatro años, jugaba con un muñeco del cual pude apreciar el tronco y la cabeza sin ojos ni boca. “Pobrecito, se merece uno mejor,” pensé sin detallar más ese lugar para seguir a la recta final.

El piso desgastado había perdido el color de las baldosas, por el paso de un tiempo que no pude calcular. Desnudito, con legañas en los ojos, sentado en una bacinilla, lloraba un niño. Quise devolverme pero ya había llegado. “De pronto no es el hijo de la señora que me va a hacer la compra”, me dije en tono optimista.

Una ventana sin vidrios dio paso a una suave brisa. “Qué alivio”.
-Adelante, señor - me dijo una dulce voz que se coló por debajo de la puerta antes de abrirse. Coloqué la mercancía en la supuesta sala de espera. Ella no salió. Desde la puerta prosiguió: -siga, siga - al tiempo que detallaba posiblemente mi estatura de hombre fuerte con mi débil apariencia. Era morena, de baja estatura, cabello negro. Lucía una bata seductora que dibujaba los pezones de sus senos. No tuve la intención de observar la alcoba pero con el rabito del ojo, vi una cama de un solo cuerpo, una cuna, una mesa para niños.
-Aquí está su trabajo - me manifestó - quítese la camisa-. Lo juro por Dios, que no quise pensar en algo raro. “Tal vez es un objeto pesado y no quiere que sude la camisa”, pero recordé que la tenía sudada.
- Colóquela sobre la mesa - continuó.

No sé qué me sucedió, pero lleno de nervios, alcancé a decirle:- haga conmigo lo que quiera. Ella, sin inmutarse, dio la nueva orden:- quítese los zapatos y el pantalón.
“Si ya me vio medio cuerpo y desea algo conmigo, tampoco le voy a decir que no”, fue la ocurrencia de aquel momento. Una vez quedé en interiores, me entró un escalofrió. “¿Qué irá a hacer conmigo? En esa cama no cabemos los dos“.
Quietecito, delante de la cama y la mesa, únicos testigos de lo que pudiera ocurrir, esperaba. De repente, gritó:- Pipe, venga, por favor.
-Voy, mami.
Era el niño de las legañas. Ella, sin dejarlo tomar aire, tocando mis costillas, le dijo con tono amenazante:- si no comes, te vas a poner así como el señor, oíste.



Autor: José Angel Mario Iriarte
Docente I.E. Carmelo Percy Vergara

1 comentario:

Anónimo dijo...

Profesor Iriarte lo felicito por el cuento no esperaba ese final. La mente es muy rapida.

Hernando Quiroz R